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24 de noviembre de 2007

Reencuentro




Eran años felices. Cursábamos tercero de carrera, allá por el año 99, y entre exámenes, recitales poéticos y exaltaciones anarquistas, oí su voz.

Fue de casualidad, de la mano de un amigo de esos que no se te olvidan, aunque no lo vuelvas a ver nunca, y tu vida te conduzca por derroteros bien distintos. Pero su recuerdo permanece, ahí, siempre, aunque lo entierren muchos otros más o menos fugaces.
Mi amigo se llamaba, y se llama, Manuel. Poeta de afición, bohemio de vocación, y un personaje bastante extraño y excéntrico. Distinto y distante en muchas ocasiones.

No estudiaba, no trabajaba, y hacía como que escribía, aunque lo cierto es que jamás leí nada de él, excepto sus versos express, que estuviera acabado del todo, sobretodo esa novela que siempre estaba por ultimar, por publicar, por dar a luz en un parto eterno... pero no llegó, y aún, muchos años después, no tengo noticias de ninguna novela con su nombre, o su pseudónimo.
Pese a su condición canalla, y prepotente muchas veces, escucharlo hablar era todo un placer para los sentidos, porque nadie como él sabía provocar a la inteligencia y despertar a todas y cada una de las neuronas, por aletargadas que estuvieran por el sopor y la humareda especiada, la misma que evocaba imágenes marroquíes en medio del patio de la facultad, entre clase y clase.
Casi siempre nos saltábamos las horas tediosas de algunas asignaturas que no nos interesaban, y cambiábamos lo académico por los debates golfos e informales, sentados, la mayoría de las ocasiones, en los banquitos del Parque Genovés, que se abría de par en par, tentándonos con su exhuberancia, justo enfrente de la puerta principal de nuestra facultad.
Y allí nos reuníamos un grupo de seis o siete, entre los que se encontraban Jesús con su guitarra fiel, Nando, María, algunos cuyos nombres no consigo arrancarle a la memoria, y por supuesto Manuel.
Transcurrían las horas que en principio prometían ser clandestinas y breves escapadas, para convertirse en tardes enteras y en anocheceres de música y literatura junto al mar, entre árboles tropicales de importación.
Fundamos una revista, con nombre de diosa antigua, políticamente incorrecta, a imagen y semejanza de nuestra locura, colgada de la cola de ese ave paradisíaca de plumas de color utopía.
Publicábamos nuestros poemas, nuestras reflexiones, nuestros dibujos contestatarios y antisistema. Manuel siempre nos daba algún poema escrito justo antes de que empezáramos a imprimir las hojas de nuestro sueño fotocopiado, con la consiguiente bronca nuestra por hacerse siempre esperar.
Ahí andábamos, construyendo ilusiones, quizás absurdas, pero ahora sé que valían la pena, y que yo misma me iba construyendo como persona al mismo tiempo que esas ilusiones.
En ese ambiente, en ese caldo de cultivo, Manuel me regaló cintas de casette con esa voz que yo solía oir en su walkman, cuando con entusiasmo, en la biblioteca, me decía: escucha esta canción.
La banda sonora de esos días era Javier Ruibal, y su poesía derramada sobre los vértices de mi alma me abrió de par en par las puertas de lo que ahora soy. Aunque también nos deleitábamos escuchando otras músicas dispares, como seres inquietos y eclécticos que nos vanagloriábamos de ser, sólo las letras y la fusión de melodías de Ruibal conseguían emocionarmos.
Seguíamos creciendo, interpretando papeles sobre las tablas de nuestras vidas, fumándonos los días entre apuntes y promesas, dibujando poemas en el aire...
Terminamos la carrera. Empezamos a vivir separados, pero bastaba escuchar los acordes de la guitarra de nuestro admirado cantautor del Puerto, para que un hilo invisible uniera nuestra memoria, y nos pintara una sonrisa de regalo.
Tiempo después, volví a ver a Manuel. Tomamos café contándonos todo lo que nos los años nos habían traído, obviando cualquier tema que dejara al descubierto todas aquellas promesas que no habíamos conseguido cumplir, no fuera que nos traicionásemos en el ideal de no dejarnos alienar jamás. Reímos. Y disfruté como siempre con su forma de ser, con su chispeante modo de entenderme, sin dejarse entender del todo, para no mostrar su debilidad, por mí, quizás. Pero nunca lo supe.
Me llevó a casa, nos despedimos, a sabiendas de que no nos volveríamos a ver, ya que hay corrientes supérfluas que arrastran tan fuerte que no te dejan mirar atrás.
Justo al bajar del coche, me llamó, me giré, él bajó la ventanilla y subió el volumen de la radio: esta canción es para tí.
Dónde quedó aquella noche
quien sabe qué me llevó hasta la playa.
Apareciste en la orilla,
eras hermosa, menuda y plateada.
No revelaste tu nombre
dijiste ser hija de la fortuna.
Tú te prendiste a mi cuello
y yo no hice pregunta ninguna.
Ya no hubo más que caricias
y un remolino de labios y cuerpos.
Una mujer de agua y luna llena mi recuerdo.
Agualuna
llévame allí
donde tu piel fue escarcha para mis manos.
Agualuna,
quiero volver para besar tu pecho blanco y mojado.
Agualuna...
Vuelvo a tu reino nocturno,
en vano te busco por la bahía.
Puede que fueras un sueño,
mi corazón sabe que fuiste mía.
Hoy alguien vino cantando
que en una playa misteriosa y sola
una mujer de agua y luna salió de las olas.
Agualuna...
Y ahora, puedo decir con orgullo que Javier Ruibal, además de ser un genial cantautor, un maestro entre maestro, una persona cercana y amable, es un amigo.
El sábado 17 de noviembre, tuve la oportunidad, el placer y el honor de asistir a su concierto acústico en la emblemática sala gaditana Pay Pay.
El aforo casi completo, y entusiasmado.
El clamor iba en aumento a medida que la maestría de su guitarra regalaba aguaslunas, aves de paraísos lejanos, café y tinto de verano...o evocando un Sáhara cercano, donde naufragar buscando flores de Estambul o rosas de Alejandría, para darse a vivir... disfrutar a Ruibal es lo primero.
Y es que la música de Javier es única, y por el amor a sus bien hilados acordes, no nos duele el aire, sino que se hace más respirable por el conjuro de las musas que nos han reunido a unos cuantos afortunados, alrededor de la hoguera de sus versos.
Gracias amigo, por esta noche tan hermosa y tan genial.
Por estas cosas merece la pena levantarse cada día, y aún en los malos momentos tengo que pensar que una vez soñé ser reina de Africa, y que los buenos recuerdos son las mismísimas lágrimas de Venus a mis pies... lágrimas que ahora cambio por sonrisas.
Dedicado a todos los amigos que he dejado atrás, por diversas circunstancias. Os llevo a todos conmigo, siempre.


1 comentario:

Juan Andrés dijo...

Bonita manera de haber conocido al maestro, una cinta de casete de entonces.
Yo guardo con cariño la de DUNA donde "Al amor" y "La canción del gitano" fueron escuchadas en particular hasta la saciedad.
Sólo así, y en este caso, sabemos cómo empezó, cómo trabaja y hacia dónde encamina el ideal de su vida a través de la música, Javier Ruibal.

Juan Andrés.