Mi profesión me ha alejado de Cádiz algunos años, y al trabajar fuera, me he convertido, automáticamente en la "gaditana" del lugar, con toda la carga "graciosa" que conlleva. Huelga decir que me siento orgullosa de mi ciudad, de mi origen, de mi tierra. Por supuesto.
Pero ser de Cádiz, como de cualquier otro sitio, lleva implícitos una serie de tópicos y lastres que pesan bastante dependiendo de las circunstancias.
Cuando se acerca la época que nos ocupa, este peso se acentúa de modo alarmante, y llega el cordial interrogatorio jalonado de comentarios del tipo"¿te vas para Cádiz en carnavales?" o bien "¡ya empieza el ambiente de carnaval, estarás entusiasmada, ¿no?" o a posteriori, la pregunta de rigor "gaditana, ¿qué tal te lo has pasado en los carnavales?".
Y no falla. Siempre me encuentro con la misma reacción de extrañeza, de reproche, e incluso de desprecio, pese a que intento ser agradable y no hacer notar el fastidio que me produce que se dé por hecho que sólo por ser de donde soy, ya tengo que ser aficionada al pito de caña y al chascarrillo fácil.
Si respondo que no me entusiasma nada la fiesta, que desde hace años procuro huir lo más lejos posible del "ambiente carnavalero o carnavalesco", y que prefiero otras cosas, lo que encuentro es incomprensión la mayoría de los casos, cuando no un rechazo irracional hacia mi persona, sobretodo por parte de mis paisanos, quienes no entienden ni de lejos que yo no comparta la pasión desmedida por los gaditanismos folclóricos.
Soy de padres viñeros (para quien no lo sepa, gaditanos castizos, del Barrio de la Viña, señero lugar de Cádiz, cuna del Carnaval), he vivido a fondo la fiesta, y la conozco bien, desde los ensayos de las agrupaciones, pasando por la Gran Final del Falla con amigos y frutos secos, mañanas de domingo en la calle, buscando a las "ilegales" (aquellas agrupaciones, chirigotas, que no han concursado en el Gran Teatro Falla), noches de pregón y ninfas, terribles sábados por la noche y desfiles de la Gran Cabalgata...
Mis padres me han llevado a las fiestas infantiles del Falla, cuando las había. He ido a los bailes de disfraces del Club Náutico, y a la barra del Faro a esperar que llegara el Yuyu (un año incluso vimos arrancarse por bulerías a Sara Baras allí mismo, gloria bendita...). He comido tapas de mojama y queso en El Manteca, también.
He intentado fundirme con la opinión popular, ser más gaditana si cabe, saber mucho de comparsas, autores, artistas, y debatir sobre cuplés, pasodobles, cajonazos y pelotazos...
Antes hasta me sabía de memoria repertorios enteros.
Seguí a la chirigota de mis primos por toda su gira provincial (estuve en el Cine Macario de El Puerto de Santa María acompañando a la susodicha chirigota).
Me he disfrazado de los "tipos" (en la época en que mi tío y mi padre salían en el coro de Los Dedócratas, eran disfraces) más variopintos.
He aguantado horas y horas en la calle, en la noche, en el frío y en la lluvia, dando vueltas entre el gentío de la Plaza Mina o callejeando sin rumbo, esquivando vomitonas, borrachuzos, micciones inoportunas y algún que otro exhibicionista. Me han atracado, he visto sangrientas broncas y he esperado la cola para coger un taxi con las piernas entumecidas...
También he estado en el carrusel de coros, comiendo bocadillos y bebiendo latas (para no gastar en hostelería, de eso saben bien muchos de los que vienen en tropel de fuera, así que no sé donde está el negocio para la ciudad), soportando aglomeraciones, empujones y lipotimias colectivas.
He visto La Caleta, en plena puesta de sol, la más maravillosa del mundo, inundada de bolsas de plástico, litronas vacías, desperdicios e inmundicia.
Si algún año he recibido a algún amigo de Madrid, me lo he tenido que terminar llevando a tapear a otro sitio, porque en el meollo del asunto es prácticamente imposible...
Por la noche, si ese amigo quería bailar en alguna carpa o discoteca, después de mucho luchar, a lo mejor conseguíamos entrar en algún sitio. Al ir al baño, menos mal que llevaba en el baño un bote pequeño de limpiacristales, para limpiar el extraño polvo blanco a toneladas...
No sé.
A lo mejor soy muy derrotista, no cabe duda que es posible, sí.
Pero si digo alguna vez que no me gusta Cádiz en carnaval, no es por tirar por tierra mi ciudad ni a su gente, pero sí soy realista, y salvo las bellas excepciones de la tradición en esta maravilla atlántica y trimilenaria que conciernen a la sátira, a la poesía de las buenas letras, al soniquete de un tango, al evocar la memoria de Paco Alba, o las buenas chirigotas de antaño, o el magnífico pregón de Javier Ruibal, sólo nos quedan restos decadentes de una fiesta que en mi opinión, dejó hace mucho en la cuneta el verdadero espíritu gaditano.
Durante demasiados días (el carnaval aquí dura casi el año entero) son demasiadas agrupaciones, demasiados inscritos, demasiado paro y demasiada miseria. No lo entiendo.
Quiero a mi ciudad, y quiero a mi gente, y me parecen plausibles y admirables los intentos esforzados de algunos de mis amigos entusiastas de lo auténtico del Carnaval de Cádiz, aquellos periodistas con renombre y prestigio que defienden la fiesta, aquellos políticos que venden el carácter de la celebración en Madrid y en el mundo, aquellos que ponen toda la carne en el asador para que un ente abstracto se haga sólido y una apuesta económica para la ciudad en un momento tan crítico como el que estamos viviendo.
Pero por desgracia, la masa, el populacho y la chabacanería terminan por deslucir todos esos esfuerzos y toda esa buena voluntad. Y ni las agrupaciones que ganan el concurso están en Cádiz los días señalados...
Por eso, puedo decir, sin miedo, que no, que no me gusta el carnaval, que prefiero pasear por la Alameda, por el Parque Genovés, por la Playa de la Victoria o disfrutar de todos y cada uno de los rincones de este monumento sobre el agua, cualquier momento del año, cuando sea más fácil entrar y salir de la ciudad, cuando aparcar no sea una utopía, y cuando el olor reinante sea el del mar al atardecer, y no el de orines pasados de alcohol.
Lo siento si ahora me agencio enemigos nuevos. Creo que estoy en mi derecho a opinar, libremente. Seguiré escuchando por la radio algún coro, o chirigota, cuando me apetezca, si es que me apetece, y me seguirá emocionando escuchar el sonido más típico, el que me recuerda a mi infancia, más aún si me encuentro lejos de aquí.
Pero no tengo una venda en los ojos. Si me dan a elegir entre progreso y empleo para Cádiz y absurdas plataformas de carnaval para el verano (o barbacoas sucias en la playa a mediados de agosto), elegiré por supuesto lo primero.
Ya empieza el carnaval.
Que lo disfrute el que quiera y pueda. Tiene mis respetos. Pero eso sí, a mear a casita, que la piedra ostionera y los cañones de las esquinas ya están bastante castigados.
Salud.
Pero ser de Cádiz, como de cualquier otro sitio, lleva implícitos una serie de tópicos y lastres que pesan bastante dependiendo de las circunstancias.
Cuando se acerca la época que nos ocupa, este peso se acentúa de modo alarmante, y llega el cordial interrogatorio jalonado de comentarios del tipo"¿te vas para Cádiz en carnavales?" o bien "¡ya empieza el ambiente de carnaval, estarás entusiasmada, ¿no?" o a posteriori, la pregunta de rigor "gaditana, ¿qué tal te lo has pasado en los carnavales?".
Y no falla. Siempre me encuentro con la misma reacción de extrañeza, de reproche, e incluso de desprecio, pese a que intento ser agradable y no hacer notar el fastidio que me produce que se dé por hecho que sólo por ser de donde soy, ya tengo que ser aficionada al pito de caña y al chascarrillo fácil.
Si respondo que no me entusiasma nada la fiesta, que desde hace años procuro huir lo más lejos posible del "ambiente carnavalero o carnavalesco", y que prefiero otras cosas, lo que encuentro es incomprensión la mayoría de los casos, cuando no un rechazo irracional hacia mi persona, sobretodo por parte de mis paisanos, quienes no entienden ni de lejos que yo no comparta la pasión desmedida por los gaditanismos folclóricos.
Soy de padres viñeros (para quien no lo sepa, gaditanos castizos, del Barrio de la Viña, señero lugar de Cádiz, cuna del Carnaval), he vivido a fondo la fiesta, y la conozco bien, desde los ensayos de las agrupaciones, pasando por la Gran Final del Falla con amigos y frutos secos, mañanas de domingo en la calle, buscando a las "ilegales" (aquellas agrupaciones, chirigotas, que no han concursado en el Gran Teatro Falla), noches de pregón y ninfas, terribles sábados por la noche y desfiles de la Gran Cabalgata...
Mis padres me han llevado a las fiestas infantiles del Falla, cuando las había. He ido a los bailes de disfraces del Club Náutico, y a la barra del Faro a esperar que llegara el Yuyu (un año incluso vimos arrancarse por bulerías a Sara Baras allí mismo, gloria bendita...). He comido tapas de mojama y queso en El Manteca, también.
He intentado fundirme con la opinión popular, ser más gaditana si cabe, saber mucho de comparsas, autores, artistas, y debatir sobre cuplés, pasodobles, cajonazos y pelotazos...
Antes hasta me sabía de memoria repertorios enteros.
Seguí a la chirigota de mis primos por toda su gira provincial (estuve en el Cine Macario de El Puerto de Santa María acompañando a la susodicha chirigota).
Me he disfrazado de los "tipos" (en la época en que mi tío y mi padre salían en el coro de Los Dedócratas, eran disfraces) más variopintos.
He aguantado horas y horas en la calle, en la noche, en el frío y en la lluvia, dando vueltas entre el gentío de la Plaza Mina o callejeando sin rumbo, esquivando vomitonas, borrachuzos, micciones inoportunas y algún que otro exhibicionista. Me han atracado, he visto sangrientas broncas y he esperado la cola para coger un taxi con las piernas entumecidas...
También he estado en el carrusel de coros, comiendo bocadillos y bebiendo latas (para no gastar en hostelería, de eso saben bien muchos de los que vienen en tropel de fuera, así que no sé donde está el negocio para la ciudad), soportando aglomeraciones, empujones y lipotimias colectivas.
He visto La Caleta, en plena puesta de sol, la más maravillosa del mundo, inundada de bolsas de plástico, litronas vacías, desperdicios e inmundicia.
Si algún año he recibido a algún amigo de Madrid, me lo he tenido que terminar llevando a tapear a otro sitio, porque en el meollo del asunto es prácticamente imposible...
Por la noche, si ese amigo quería bailar en alguna carpa o discoteca, después de mucho luchar, a lo mejor conseguíamos entrar en algún sitio. Al ir al baño, menos mal que llevaba en el baño un bote pequeño de limpiacristales, para limpiar el extraño polvo blanco a toneladas...
No sé.
A lo mejor soy muy derrotista, no cabe duda que es posible, sí.
Pero si digo alguna vez que no me gusta Cádiz en carnaval, no es por tirar por tierra mi ciudad ni a su gente, pero sí soy realista, y salvo las bellas excepciones de la tradición en esta maravilla atlántica y trimilenaria que conciernen a la sátira, a la poesía de las buenas letras, al soniquete de un tango, al evocar la memoria de Paco Alba, o las buenas chirigotas de antaño, o el magnífico pregón de Javier Ruibal, sólo nos quedan restos decadentes de una fiesta que en mi opinión, dejó hace mucho en la cuneta el verdadero espíritu gaditano.
Durante demasiados días (el carnaval aquí dura casi el año entero) son demasiadas agrupaciones, demasiados inscritos, demasiado paro y demasiada miseria. No lo entiendo.
Quiero a mi ciudad, y quiero a mi gente, y me parecen plausibles y admirables los intentos esforzados de algunos de mis amigos entusiastas de lo auténtico del Carnaval de Cádiz, aquellos periodistas con renombre y prestigio que defienden la fiesta, aquellos políticos que venden el carácter de la celebración en Madrid y en el mundo, aquellos que ponen toda la carne en el asador para que un ente abstracto se haga sólido y una apuesta económica para la ciudad en un momento tan crítico como el que estamos viviendo.
Pero por desgracia, la masa, el populacho y la chabacanería terminan por deslucir todos esos esfuerzos y toda esa buena voluntad. Y ni las agrupaciones que ganan el concurso están en Cádiz los días señalados...
Por eso, puedo decir, sin miedo, que no, que no me gusta el carnaval, que prefiero pasear por la Alameda, por el Parque Genovés, por la Playa de la Victoria o disfrutar de todos y cada uno de los rincones de este monumento sobre el agua, cualquier momento del año, cuando sea más fácil entrar y salir de la ciudad, cuando aparcar no sea una utopía, y cuando el olor reinante sea el del mar al atardecer, y no el de orines pasados de alcohol.
Lo siento si ahora me agencio enemigos nuevos. Creo que estoy en mi derecho a opinar, libremente. Seguiré escuchando por la radio algún coro, o chirigota, cuando me apetezca, si es que me apetece, y me seguirá emocionando escuchar el sonido más típico, el que me recuerda a mi infancia, más aún si me encuentro lejos de aquí.
Pero no tengo una venda en los ojos. Si me dan a elegir entre progreso y empleo para Cádiz y absurdas plataformas de carnaval para el verano (o barbacoas sucias en la playa a mediados de agosto), elegiré por supuesto lo primero.
Ya empieza el carnaval.
Que lo disfrute el que quiera y pueda. Tiene mis respetos. Pero eso sí, a mear a casita, que la piedra ostionera y los cañones de las esquinas ya están bastante castigados.
Salud.
Entrada extraída de mi blog dedicado exclusivamente a la crítica y a la reflexión personal sobre todo tipo de asuntos: D E S N U D A
1 comentario:
Ay , Dios mío, Rosario, good heaven , etc.
Que a la gente no gusta que...
Con respecto al tema de los rechazos, opino que casi todos los rechazos son irracionales porque si fueran intelectuales requerirían de una labor que es muy cansada, y todo eso.
Tú, lo que pasa, es que de carnaval ya estás servida.
Cuando era pequeña en Montevideo viví el carnaval con toda su intensidad (y también la intensidad de sus tambores) y resulta que tengo muy buena memoria y muy buena memoria. Cuando me olvide volveré.
Cuídate. Y cuida a Helena. Ahora le conviene una nana de Brahms o de Schumann, y más adelante quien sabe a lo mejor quiere una canción de Carlos Cano o un requiebro de Paris.
Besos
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