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17 de mayo de 2014

Del día de las alabanzas...

Sepan ustedes que nos morimos a diario. Es ley de vida: somos mortales. Desaparecemos, unos antes que otros, pero todos, sin excepción. Y todos luchamos de una forma u otra, dentro de esa ilusión que nos hace creer firmemente que permaneceremos y que tendremos tiempo suficiente, para perpetuar nuestro nombre, nuestra obra, en la eternidad. Unos pintan, esculpen, cantan, van a cualquier espacio de televisión, se casan con toreros. Otros se dedican a la política. Primero, con unos ideales puros, pensando que van a poder cambiar algo. Luego, intentando estar a toda costa en las fotos el máximo tiempo posible en el mayor número de medios posibles.

Y los intelectuales. Incluso los que se confiesan nihilistas “radicales”, a sabiendas de que no hay ni habrá nada, insisten en dejar sus huellas, y siguen leyendo y por encima de todo, escribiendo. Novelistas que intentan mantenerse en el candelero y en las listas de éxitos del Corte Inglés con una densísima novela histórica (o histérica). O cualquier cosa. Perpetuarse. Dejar rastro. Ser parte de la memoria. Lograr llegar al día último para ser digno de flores, alabanzas, sentidos homenajes, cuanto más multitudinarios mejor. Y claro, como decía antes, nos morimos a diario. Nos seguimos muriendo. Pero hay rachas en que se suceden los homenajes, uno detrás de otro.

No he puesto la televisión estos días, me aterran los homenajes. Me aterran más que la propia muerte, porque hasta en eso se compite. Ahí entran en juego los egos vivos, los que aprovechan “la ocasión”. Quiero pensar que el ego muere también, y no sigue aumentando. O a lo mejor sí, como las uñas y el pelo. Miedo me da que si me exhuman después de cien años, encuentren mi ego rebosando fuera del nicho,  como le ocurrió a la larga caballera de Sierva María de Todos los Ángeles (personaje de Gabriel García Márquez en “Del amor y otros demonios”), que seguía creciendo en la tumba y llegó a medir 22 metros y 11 centímetros. Prefiero ser coherente en vida, por si acaso. Dejar, antes de morir, el ego rasuradito. Por eso mismo, y para llevar a rajatabla la práctica de la coherencia, no opinaré acerca de Adolfo Suárez. Yo no soy nadie.

Tiene todo mi respeto. Pero no lo conocí. Solo puedo tener una muy leve visión personal, la vivencia infantil, el recuerdo de escuchar a mis padres hablar de él, como hablaban de otros episodios de la actualidad y la historia reciente de nuestro país. También puedo tener impresiones obtenidas a partir de medios de comunicación, libros, opiniones de otros que pueden merecer más o menos respeto. Si tuviera que escribir algo serio sobre Suárez, procuraría documentarme, seriamente y estaría al quite de todo cuanto suceda y todo cuanto se escriba sobre él. Lo hago, de todas formas. Pero lo que pueda yo pensar, a nadie le interesa. Además, cualquier comentario de mi cosecha sería producto de la saturación. No me negarán que empatizan conmigo.

Evidentemente, él, fue una figura crucial. Trabajó, y fue alguien. Estuvo, intentaron que no estuviera. Se mantuvo. Perdió. Y perdió desgraciadamente la salud y la memoria a causa de una terrible enfermedad que conozco bien. También perdió su ego, el malo y el “bueno”. Lo perdió todo, antes y después.

Y no sé si eso es lo mejor que pudo pasarle (ya se me adelantó Arturo Pérez Reverte, quien comentó en una red social que menos mal que ya no era consciente de la realidad, ni del grado de corrupción ni era capaz ya de notar el hedor de un país que se pudre). No. Adolfo Suárez se salvó a tiempo, quizás.
Se salvó de ver el grado de manipulación, oportunismo e hipocresía. Se salvó del dolor, porque olvidó que existían personas ruines. Quizás, si hubiera podido mirar desde la ventana como sobrevolaban su sombra buitres con cámara en mano días antes de cerrar los ojos, habría sufrido. También de eso se salvó.

Lo malo es que nosotros no nos salvamos, aún no. Y observamos con estupor como son algunos homenajes, cuán viles las alabanzas, y el convertir la muerte del otro, también, en una huella propia. La carroña. Y repele, repele demasiado. Mejor olvidarse de todo, de vivir y de morir… a veces es preferible.

Adolfo Suárez se ha ido. Como otros muchos. Este año. Este mes. Hoy. Y tuvo su momento. Es historia. Es justo recordar sus huellas. Es necesario ponerlas a buen recaudo. Lejos de los excesos, si es posible.


Cuando muere alguien realmente importante, el mejor y más sincero homenaje es el silencio, el recogimiento de la más sentida despedida.


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