Sepan ustedes que nos morimos a
diario. Es ley de vida: somos mortales. Desaparecemos, unos antes que otros,
pero todos, sin excepción. Y todos luchamos de una forma u otra, dentro de esa
ilusión que nos hace creer firmemente que permaneceremos y que tendremos tiempo
suficiente, para perpetuar nuestro nombre, nuestra obra, en la eternidad. Unos
pintan, esculpen, cantan, van a cualquier espacio de televisión, se casan con
toreros. Otros se dedican a la política. Primero, con unos ideales puros,
pensando que van a poder cambiar algo. Luego, intentando estar a toda costa en
las fotos el máximo tiempo posible en el mayor número de medios posibles.
Y los intelectuales. Incluso los
que se confiesan nihilistas “radicales”, a sabiendas de que no hay ni habrá
nada, insisten en dejar sus huellas, y siguen leyendo y por encima de todo,
escribiendo. Novelistas que intentan mantenerse en el candelero y en las listas
de éxitos del Corte Inglés con una densísima novela histórica (o histérica). O cualquier
cosa. Perpetuarse. Dejar rastro. Ser parte de la memoria. Lograr llegar al día
último para ser digno de flores, alabanzas, sentidos homenajes, cuanto más
multitudinarios mejor. Y claro, como decía antes, nos morimos a diario. Nos
seguimos muriendo. Pero hay rachas en que se suceden los homenajes, uno detrás
de otro.
No he puesto la televisión estos
días, me aterran los homenajes. Me aterran más que la propia muerte, porque
hasta en eso se compite. Ahí entran en juego los egos vivos, los que aprovechan
“la ocasión”. Quiero pensar que el ego muere también, y no sigue aumentando. O
a lo mejor sí, como las uñas y el pelo. Miedo me da que si me exhuman después
de cien años, encuentren mi ego rebosando fuera del nicho, como le ocurrió a la larga caballera de
Sierva María de Todos los Ángeles (personaje de Gabriel García Márquez en “Del
amor y otros demonios”), que seguía creciendo en la tumba y llegó a medir 22
metros y 11 centímetros. Prefiero ser coherente en vida, por si acaso. Dejar,
antes de morir, el ego rasuradito. Por eso mismo, y para llevar a rajatabla la
práctica de la coherencia, no opinaré acerca de Adolfo Suárez. Yo no soy nadie.
Tiene todo mi respeto. Pero no lo
conocí. Solo puedo tener una muy leve visión personal, la vivencia infantil, el
recuerdo de escuchar a mis padres hablar de él, como hablaban de otros
episodios de la actualidad y la historia reciente de nuestro país. También
puedo tener impresiones obtenidas a partir de medios de comunicación, libros,
opiniones de otros que pueden merecer más o menos respeto. Si tuviera que
escribir algo serio sobre Suárez, procuraría documentarme, seriamente y estaría
al quite de todo cuanto suceda y todo cuanto se escriba sobre él. Lo hago, de
todas formas. Pero lo que pueda yo pensar, a nadie le interesa. Además,
cualquier comentario de mi cosecha sería producto de la saturación. No me
negarán que empatizan conmigo.
Evidentemente, él, fue una figura
crucial. Trabajó, y fue alguien. Estuvo, intentaron que no estuviera. Se
mantuvo. Perdió. Y perdió desgraciadamente la salud y la memoria a causa de una
terrible enfermedad que conozco bien. También perdió su ego, el malo y el
“bueno”. Lo perdió todo, antes y después.
Y no sé si eso es lo mejor que
pudo pasarle (ya se me adelantó Arturo Pérez Reverte, quien comentó en una red
social que menos mal que ya no era consciente de la realidad, ni del grado de
corrupción ni era capaz ya de notar el hedor de un país que se pudre). No.
Adolfo Suárez se salvó a tiempo, quizás.
Se salvó de ver el grado de
manipulación, oportunismo e hipocresía. Se salvó del dolor, porque olvidó que
existían personas ruines. Quizás, si hubiera podido mirar desde la ventana como
sobrevolaban su sombra buitres con cámara en mano días antes de cerrar los
ojos, habría sufrido. También de eso se salvó.
Lo malo es que nosotros no nos
salvamos, aún no. Y observamos con estupor como son algunos homenajes, cuán
viles las alabanzas, y el convertir la muerte del otro, también, en una huella
propia. La carroña. Y repele, repele demasiado. Mejor olvidarse de todo, de
vivir y de morir… a veces es preferible.
Adolfo Suárez se ha ido. Como
otros muchos. Este año. Este mes. Hoy. Y tuvo su momento. Es historia. Es justo
recordar sus huellas. Es necesario ponerlas a buen recaudo. Lejos de los
excesos, si es posible.
Cuando muere alguien realmente
importante, el mejor y más sincero homenaje es el silencio, el recogimiento de
la más sentida despedida.
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