Dicen que llegó con restos de
amor en el vientre y las manos anegadas de tiempo.
Hablaba de cánticos y bufones, de
locura y poemas, de dedos de un dios cercano y perfecto, capaz de borrar todas
las sombras que, como fantasmas tristes,
la atrapaban en un paisaje familiar de doloroso misterio.
Sintió que ya no latían, ni
olían, todos los colores. Toda su luz es ya el eco de viejos barnices. Fugaz
fulgor de estrella extinta.
Describió puentes para huir,
acercando las orillas de los años.
Dicen que toda risa posible se
quebró al llegar la noche.
De pronto, toda la oscuridad a su
espalda. De pronto, el deseo de regresar al sueño, justo allí, cerca de los
Alpes.
La ausencia, en feroz crecida, ya
había arrancado árboles, arrastrado recuerdos, nombres, las dos mitades del mundo, las huellas del sol sobre la
piedra…
Como velo de novia, una mentira
rota, voló en el aire. Entonces sus ojos merecieron ser eternos.
Llegó, y permanece, aunque el
alma es ya ceniza impregnando las paredes.
Dicen que quiso vencer lo áspero
de la desmemoria, lo amargo del olvido, y que una melancolía de siglos es la
que reposa aún sobre su gesto.
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