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11 de enero de 2013

Huir

Mi padre lleva años prometiéndonos que dejará de fumar. Justo después de las doce uvas, lanza su tradicional promesa en el brindis. Es una tradición también que jamás cumpla lo que dice.
Ya lo sabemos, y le acompañamos en su proyecto antitabaco, nochevieja tras nochevieja, con nuestras sonrisas más irónicas.
Dejar el vicio es complicado. Fumar es un acto de origen social, o eso declara mi padre, quien no entiende una boda, una fiesta, una reunión de amigos, sin un rubio Winston que echarse a la boca y a la vida, llenándose de humo las entrañas. No pretendo hacer apología del fumar, del buen fumar que diría mi abuelo, pero él, mi abuelo, vivió hasta los noventa y tres años con la voz ronca y los dedos amarillos. Y murió de viejo. Cosa distinta son los vicios modernos, actuales, aquellos que nada tienen que ver con la carne, y tienen mucho de teclas y de egos. Los vicios modernos son caros, sí. Menos mal que aún no tengo IPOD, ni IPAD, ni whatsapp.
Pero caí en las redes, las pegajosas redes que llaman "sociales".
Ya he escrito sobre este tema otras veces,  acerca de la sombra perversa que se cierne sobre nuestras cabezas, acerca de las heridas virtuales y las nuevas formas de "ciberputeo" que se están inventando a diario, de las neurosis y psicopatías que aún no están tipificadas en los libros de psicología y psiquiatria. No me voy a repetir.
Ciertamente aterra el efecto que sobre nosotros ejercen estos sistemas, poderosas armas de destrucción masiva de la intimidad, de la privacidad.
Pero estos sistemas no son culpables, no son humanos. Sus creadores, sus padres, los que le dieron la forma, sí, y a lo mejor son ellos, o todos nosotros, los perversos.
Aprovechan la falta de autoestima, la innata necesidad de inmortalidad, de fama, de gloria, de ser recordado. El exhibicionismo ya no es de sátiro en gabardina y alcanza cotas impensables y espeluznantes.
La pornografía no está donde creemos, aunque también, sino en la profusión de imágenes e información de la intimidad de las personas, ajenas, extrañas, o lo que es peor, familiares, que invaden, primero el "muro" virtual, y luego las paredes de nuestro hogar, inquietándonos, arrebatándonos la tranquilidad del espíritu.
Personas que están completamente solas, sienten que son populares porque entre sus contactos de facebook ya cuentan con más de tres mil almas que, a lo mejor, ni siquiera conocen.
Personas que necesitan desnudarse, una y otra vez, por dentro, en busca de la aprobación, de la palmada en la espalda, o incluso, patológicamente masoquistas, que buscan algo oscuro, que ni ellos saben qué.
Narcisistas irremediables que muestran todo, del todo.
La conclusión es que de esta jungla es diícil escapar, y como si de un encantamiento se tratase, se convierte en una tarea complicadísima dejar de cotillerar las fotos de éste o aquel, saber de la vida de nosequién o resistirse a la tentación de compartir con "el mundo" las vacaciones, lo feliz que se es, o lo infeliz, las fotos de la boda de una prima lejana, o el tan manido "autobombo" de muchos.
Y cada vez más, entre las mentes pensantes, más o menos heridas, que a lo mejor una vez fueron atrapadas en la tela de araña, se está dando un éxodo hacia lo real, y para agradable sorpresa, hay una vuelta a las bitácoras, si es que se quiere escribir y compartir lo que se escribe "on line".
Quizás las redes sociales tengan un lado positivo,  muy positivo.
Pero pronto publicaré una encuesta, un estudio casero, acerca de los problemas sociológicos y psicológicos, e incluso sexuales, que me he ido encontrando entre amigos, contactos, todos usuarios de facebook.
Asusta, asusta mucho que hayamos avanzado tan poco, y que usemos estos "adelantos" para dar rienda suelta a la personalidad envidiosa y fanfarrona tan ibérica como el jamón de bellota.
Es imposible abstraerse, imposible no estar, no ser, porque se corre el riesgo de desaparecer y que, no solo se aleje el tren sin que nos lleve a bordo, sino que incluso, habiéndonos quedado en tierra por propia decisión, nos aplasten los vagones de una línea de alta velocidad con destino a ninguna parte.
De momento me queda escaparme, hacer como que no estoy y que nada me afecta. Prometer, como mi padre, que lo dejaré, que lo dejaré.
Prometo huir. Aunque no sé si seré tan fuerte.
Salud.
 
 

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