Lo mejor para ir actualizando este rincón, y en las fechas que estamos, es compartir un sencillo relato que escribí para la revista navideña que editó Manuel Sotelino, de la web Jerezanía.com.
Está en papel, y aquí, en formato digital: REVISTA DE NAVIDAD DE JEREZANIA. Espero que os guste. Felices fiestas:
Tortas de Nochebuena
Aquella víspera del día de los Reyes Magos, yo tenía once
años.
Faltaban unas horas para ir a ver la Cabalgata con los
primos y aún tenía que comprar el último regalo para mamá en las tiendas del
centro.
Mientras la dependienta envolvía
la cesta de jabones, espuma para el baño y otras chucherías perfumadas, sucedió
algo extraño: noté como huía hacia la calle, mi espíritu navideño. Se alejó
velozmente de allí. Ya no lo volví a ver más.
Lo busqué entre las carrozas del desfile, entre las patas de
los camellos, debajo de las barbas postizas de los políticos y comerciantes que
ese año encarnaban a los tres reyes. Ni rastro. La fiesta seguía, las luces
estaban igual de bonitas. Pero ya no sentía ese dulce pellizco, en algún lugar
de la barriga, o del alma, que antes no me soltaba desde primeros de diciembre,
hasta la mañana del seis de enero.
Regresé a casa contenta, porque
iba del brazo de papá, con los zapatos pringosos de pisar caramelos,
pero fue la primera vez que ese hecho me
molestó. Es curioso, porque antes no le había prestado atención a una
tontería así, y no me importaba si me quedaba pegada al suelo.
Al día siguiente, disimulé, y
abrí los regalos con entusiasmo. Intenté no disgustar a mi familia. Mientras, me concentraba en el soniquete del Sorteo del Niño que retransmitían en la
tele, a ver si de ese modo, lograba que el traicionero espíritu regresara, para
quedarse unas horas, por lo menos. Pero ya era tarde. El día de Reyes avanzaba,
y al día siguiente debía volver al colegio. Cuánta melancolía para una niña
pequeña…
El panorama era desolador. Yo
sabía que no volvería a sentirme como antes.
Desde que yo misma empecé a
participar en el ritual de comprar regalos para reyes, todo cambió, y el mismo
día que supe de dónde venía tanto regalo, pude oír aquel pequeño golpe seco
contra el suelo. Fue nítido aquel sonido mínimo, pero desgarrador e
inconfundible: se me había roto la infancia. Hay quienes lo notan, y hay
quienes van creciendo sin ruido y sin nueces. En mi caso, he tenido la mala suerte
de notar cada chasquido de transición de una etapa a otra.
Pasó el tiempo y se diluyó la
tristeza entre libros de texto y rutina.
El verano puso a secar al sol lo
que quedaba de la pena, y lágrimas antiguas, como hojas, cayeron al suelo en
otoño. Y llegaron de nuevo las luces, los adornos y los villancicos en las
calles, y la cosa pintaba aún peor que la pasada Navidad: no sentía tristeza,
no sentía NADA.
Pero el 22 de Diciembre cayó en
sábado.
Me levanté temprano, y en el
barrio entero sonaban los bombos del Gordo y las voces de los niños en pesetas.
Compré el pan para desayunar en casa y el día pintaba distinto. Algo en el
aire, en el ambiente, era diferente, y no me refiero a la alhucema que papá
compraba en el mercado de abastos, quemándose en el salón.
Ya por la tarde, mamá nos
despertó con villancicos flamencos de la siesta, y aunque apenas eran las cinco
y media, ya era de noche. Fuimos a la cocina, y en la mesa, estaban todos los
ingredientes para las tortas de Nochebuena que ella había aprendido de la
abuela Teresa, y que año tras años, elaborábamos entre todos, aunque era mamá la que amasaba y amasaba, y golpeaba
y golpeaba, a ritmo de bulerías navideñas.
Harina, naranjas, matalauva, aceite de oliva, vino fino,
miel. Una verdadera fiesta para los sentidos. Empezó a oler a Navidad, de
verdad de la buena. Me asomé al patinillo, y pude comprobar como en otras casas
también amasaban pestiños y tortas, y el aroma dulce ascendía hacia el cielo completamente
limpio, cuajado de estrellas, igual que el cielo de papel que puse en el Belén.
Me encantaba (y aún me encanta)
comerme las tortas sin enmelar todavía, crujientes, casi hirviendo. Logré
olvidarme de ese sentimiento de vacío, porque simplemente ya no estaba.
De pronto, creí distinguir algo
parecido a una espectral sonrisa de humo limpio, que surgía de las tortas
subiendo y friéndose en el aceite. Solo lo veía yo, claro.
Se elevó suavemente, evitó que la
campana de la cocina la absorbiera y llegó hasta mí. Se adhirió a mi ropa, a
mis manos, y me impregnó el alma. Por un momento, sentí todas las navidades
posibles, las de la abuela, las de mamá y papá, las de mis niños futuros, y las
mías propias, desde el principio, y para siempre.
Yo ya no era una niña del todo,
pero si quería, tenía la capacidad de revivir las sensaciones que buscaba,
porque precisamente de eso, de recuerdos, se alimentan estas fiestas.
Los años pasan, y nos rompemos,
poco a poco, porque se van gastando las etapas y se van yendo las personas. Si
el espíritu y la ilusión deciden alejarse, hay que dejarlos ir. Asumirlo y
seguir. También eso es temporal. Pero por si acaso regresa, hay que tener
siempre abiertos los ojos y los brazos.
Este año, de momento, espero con
alegría el día que mi madre nos llame para hacer las tortas de Nochebuena en
casa. Llevaré a mi hija, ya son sus terceras navidades con nosotros. Sonarán los mismos villancicos de siempre y
olerá como siempre. Son las cosas que nos pegan a la tierra, con arraigo, y
enlazan nuestra vida, a pesar de las prisas y lo crispados que estamos, a
aquello que realmente importa, digan lo que digan las noticias.
Feliz Navidad y felices tortas de
Nochebuena.
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