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2 de junio de 2014

Veneno

Un conocido me envía un inquietante mensaje: "tengo que hablar contigo".
Siempre que recibo este tipo de misivas, mi tranquilidad interior se rompe en pedazos, pero no puedo abstraerme siempre de la realidad, ni huir todas las veces de aquellos que desean comunicarse conmigo, sea como sea, sea lo que sea. 
Pero el instinto y la experiencia hacen que mis pensamientos se inclinen hacia lo peor, aunque no sepa realmente qué es lo peor o lo mejor, a estas alturas.
Por fin permito que acceda a mí, e intento no mostrar demasiado hermetismo, a pesar de que llevo entrenando esta habilidad casi tres años.
Sonrío afablemente. 
Este conocido me habla de un tercero, al que considero amigo.
Siento como las pulsaciones se desesperan, y la sangre recorre mis venas como en un circuito de velocidad. Acaban de inocularme una buena dosis de duda. Y la duda, siempre, está recubierta de una proteína venenosa que convierte en imposible la misión de llegar al núcleo, y destruirla. Al revés, una vez que está en el organismo, es difícil de eliminar, de excretar, y por contagio, es letal.
Tal como temía, el conocido me habla de un amigo, al que elegí.
Por lo visto, erré en mi elección, y después de cada café que este buen amigo (según mi percepción) se ha tomado conmigo, dedicaba su tiempo a inventar historias rocambolescas sobre mí, airear confidencias (la mayoría ficticias), a parodiar mi forma de hablar, de ser, de vivir, y a reír a gusto a mi costa, siempre ante un entregado público que también participaba de la orgía donde el chisme en mi nombre alcanzaba niveles orgásmicos. Todo es relatado con mimo (hacia mí, cuidando de mis intereses, claro) por parte de este conocido que, todavía, no goza de mi confianza.
Mi silencio es tan denso y tan profundo, que hiela.
En fin.
Díganme ahora ustedes qué hacer ante esta situación, cuando el conocido te dice: "no me delates". Y acto seguido, después de apuñalarte el corazón varias veces, y abrirte en canal sin anestesia, te declara su amistad incondicional, empleando técnicas de seducción avanzadísimas que casi siempre (siempre en estos casos) me pillan con la guardia baja, cansada, con falta de sueño y la mente saturada de chupetes, pañales y exámenes por corregir.
Es necesario tener en el ropero, entre vestido y vestido, una armadura de acero.
Es necesario purificar la sangre, introducir los dedos en la garganta, de forma tan profunda que toquen el estómago y el alma, y así vomitar todo el veneno.
Es necesario trabajar la lealtad, entendida como fidelidad absoluta a uno mismo, y al propio criterio.
De momento, no me queda más remedio que sufrir, y seguir caminando, sorteando las decepciones, y mantener la fe en el café compartido con quién a mí me apetezca, venciendo la tentación de buscar un indicio de sombra en sus ojos.

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