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17 de agosto de 2014

Adamantium

Los días de convalecencia pueden llegar a ser muy productivos. Cuando la fiebre lo permite, y no vence la soñarrera de los medicamentos, el tiempo pasa lentamente, y da para mucho: leer más de lo acostumbrado, ver mucho cine, desde las películas “raras”, a solas (sí, las de cine independiente iraní, por ejemplo, que solo me gustan a mí en casa), hasta las tardes y noches frente al televisor compartiendo superhéroes, mutantes y robots gigantes (casi siempre me vencen en la elección del título para la sesión).

No les negaré que me divierten estas películas. Sí que disfruto, claro, porque además, los mozos que suelen encarnar a los prodigios con superpoderes, suelen dejarse mirar. Ahí tienen a Thor, El Capitán América, El Hombre de Acero (Superman) o Lobezno, entre otros. Este tipo de películas conecta directamente con la esperanza de que es posible aún luchar contra “los malos”,  y te permiten huir a otros lugares distintos a los cotidianos. Y eso, oigan, es muy placentero. 

Hace dos noches tocó Lobezno, esa maravilla de mutante con esqueleto de adamantium, extremadamente duro, extremadamente fuerte y noble. Como una servidora es poco simple (por desgracia), no se queda en el mero hecho de que sea un personaje de cómic, sino que va más allá, cavilando acerca de qué ocurriría si, ciertamente, pudiéramos pertrecharnos, con un par de inyeccioncitas, con un buen esqueleto adamantino, indestructible. Y ya de paso, las neuronas también recubiertas de alguna sustancia derivada de este material, nos hicieran más poderosos y resistentes ante el panorama de “malos” que tenemos, contra los que no lucha nadie. También me valdría un buen escudo, de vibranium de Wakanda, como el de El Capitán América, por qué no. Un escudo por cada uno de los miembros de mi familia. Seguramente serían los efectos del Nolotil, pero me dormí pensando en Lobezno (no sean calenturientos, nada húmedo).

Al día siguiente, no vimos una de superhéroes, y elegí yo, por una vez. Nos quedamos con La Terminal, dirigida por Spielberg en 2004 y protagonizada por Tom Hanks. La historia está basada en la historia de un refugiado iraní que quedó atrapado en el Aeropuerto de París- Charles de Gaulle, y vivió allí desde 1988 hasta 2006 (es interesante acercarse a la película En Tránsito, anterior a la norteamericana). 

Hanks da vida a Víktor Naborski, ciudadano de una ficticia Krakozhia, que vive durante más de nueve meses en la terminal del J.F. Kennedy de Nueva York.

Habré visto cientos de veces esta película. Y siempre me impacta: Babel en un aeropuerto. Prepotencia del personal norteamericano (no conciben que alguien en el mundo no hable su idioma). Confusión. Soledad. Lo absurdo del mundo y sus fronteras en una terminal. Lo malo es que el final edulcorado es eso, un final edulcorado. La vida real duele y mata. En terminales. En orillas que esperan para herir a bolazos, en concertinas que dejan marcas imborrables en la conciencia.

También me fui a la cama dándole vueltas a este otro tipo de superhéroes, mucho más cotidianos de lo que pensamos. Los tenemos por todos sitios. Naborski pretende llegar a Nueva York para cumplir algo sencillo, una promesa hecha a su padre fallecido, amante del jazz: debía recoger la última de las firmas que quedaba para su colección de leyendas de la música, guardar el autógrafo con el resto en una caja de cacahuetes, y volver a casa.

Los otros héroes no parecen serlo, y pueden llegar a resultar muy molestos, a pesar de que luchan por su vida y su futuro. Y tienen tan cerca las puertas, que resulta ridículo no ayudar a que las traspasen.

Y así, entre sueños febriles, pero tremendamente lúcidos, vi una playa, completamente a oscuras, llena de gente. Me cogían de las manos y todos nos entendíamos en silencio. No quedaba nadie en el agua. Ya no había peligro. Nada hería. Habíamos repartido a tiempo los escudos de adamantium, bajo los chalecos salvavidas.

Lee esta columna en Diario Bahía de Cádiz. Publicada el 03/03/2014 DI

1 comentario:

Azrael dijo...

20... y todos, todos nos entendíamos en silencio. Ojalá, namasté.