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2 de septiembre de 2014

Después se nos olvida

Acabo de entenderlo: nunca seré una poeta joven, ni musa de instagram, ni estoy a tiempo de fotografiarne el vientre sin estrías ni pespuntes.
Ya no puedo poner morritos a contraluz ni lamerle la lujuria a los poemas.
Ya no puedo ser una lolita de pelo salvaje. Hay demasiada vida repeinada en mi ombligo.
Y en la pelvis y en las canas, llevo versos provincianos que duermen de día en la cesta de la ropa que me queda por planchar.
Ya no pego en una jam en Lavapies, por ejemplo. Perdí el último tren y regresé a casa para hacer la cena.
No me arrepiento. O sí.
Mientras lo pienso, todo avanza, y permanezco, o eso quisiera, velando los sueños, que no son propios.


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Cuando tenía tu piel al alcance de la mía, no lo sabía. 
No sabía que dolería el vacío, y que la ausencia de tu olor me arrancaría la alegría, y la luz con la que  todos nacemos.
Nada me protege, y ver tu cuerpo en sueños me aleja de la vida.


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Saber que funciono todavía. Que me queda fuego suficiente.
Que los engranajes, los mecanismos, los jardines, siguen estando donde estaban. Y sirven. Siguen sirviendo. 
El calambre. Solo el calambre. Lo único que importa, la vida y la urgencia de la especie.
Y mis ojos cerrados te ven a través del mundo, y no hay muros imposibles.
Y llegas, empapado, y el verde se funde con el negro. Tus ojos, y el cabello recio al que me aferro algunas noches cortas, si quizás sueño que olvido tus mejillas, o que no soy ya capaz de dibujar de memoria tu contorno.
Te han engullido las calles, y en el sol de junio sigo buscando el espejismo, imposible ahora, igual que entonces.

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Una vez en la vida, solamente, compartimos mesa y cama con un ángel.
Después se nos olvida.

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