Ese fue tu reproche. Ahora se cumplen catorce años.
Catorce años ya, de la misma sombra de ojos, tan cruel, según tú.
Y ahora pienso, desde el otro lado, que lo realmente insoportable era que me observaras, siempre distante, siempre desde lejos.
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Te besé a los dieciséis años, en septiembre.
Yo soñaba contigo desde primeros de agosto.
Solías quedarte a nadar solo. La piscina para ti, hasta la hora del cierre, y el vigilante siempre te obligaba a salir del agua, y a volver empapado hasta tu casa de verano, dejando tras de ti un reguero adolescente de cloro e ideas descabelladas. Sabías que te observaba desde mi ventana.
Un par de noches antes, conseguí que me abrazaras con fuerza en mi motocicleta roja. Quería sentirte, y quizás era deseo.
Los últimos coletazos de la infancia, que llegaban con retraso, se perdieron en algún lugar del asfalto.
Me gustaba conducir con furia, y podía, algunos instantes, notarte el miedo.
Eran mis dieciséis años, y tus diecisiete, casi dieciocho. Y fue mi premio, solo para mis labios.
Regresaste a la ciudad. Dicen que te ahogaste en una marea de prisa en el metro, a primeros de agosto. Dicen que amanecí con las entrañas secas y aplastadas por una tonelada de costumbre.
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(...) Y hay quien levanta andamios
para que no se caiga: gente atenta.
(Curioso, que en inglés scaffold signifique
a la vez andamio y cadalso.)
De uno de mis poemas de cabecera, "El arquitrabe" de Jaime Gil de Biedma...
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