Serán diez años ya desde que comencé a impartir clases en diversos
institutos. No sé qué voy a hacer para celebrar el aniversario. Si pudiera,
solicitaría una excedencia y me dedicaría a hacer punto de cruz.
No me malinterpreten, sí que amo mi trabajo (aunque antes el amor era
incondicional). Pero es que una década es suficiente para tomarle el pulso al
sistema, para ver, oir, y claro, callar o no. Depende de los problemas que una
quiera buscar (por normal general, en este gremio, es muy fácil encontrarlos).
Cuando me preparaba las oposiciones, visionaba mi futuro profesora de
Literatura (vale, y de Lengua Castellana, todo junto, en las mismas sesiones).
Soñaba con clases bien organizadas, con el tiempo aprovechado, y alumnos
entusiamados con mis explicaciones. De la
maravillosa épica medieval al Romanticismo, el Naturalismo, la
Generación del 98, etc.
Imaginaba a los chicos y chicas flipando en colores (perdonen mi tono
coloquial) con fantásticos autores como Baroja, Machado, Unamuno, Juan Ramón
Jiménez. Disfrutando con La Celestina, El Lazarillo de Tormes, Platero y yo, La
Regenta...
En mi ensoñación me veía a mí misma como toda una Mrs. Keating en El
Club de los Poetas Muertos. Innovaba con los clásicos. Prepararaba magníficas
actividades interactivas (sí, esto se convierte en toda una utopía cuando
empiezan a fallar los recursos y las aulas TIC brillan por su ausencia), se
ponían en marcha debates, puestas en común, tertulias. Sí, y Oz, es un mundo
fantástico...
Llegué, de bruces, a la realidad, y me encontré con un panorama muy
diferente. Siempre hay excepciones más o menos honrosas, dependiendo del centro
y de la añada (sí, la cosecha es importante, y de donde vienen, también, en las
casas comienza todo), pero lo cierto es que a los chicos y chicas no les
interesa en absoluto la vida de Unamuno, ni se les antoja leer El Árbol de
la Ciencia y ni de lejos entienden (ni comparten nada de la realidad del
poeta) a Juan Ramón Jiménez.
Son inútiles los intentos de actualizar algunas obras, algunos autores.
Es muy difícil competir con todo lo que forma parte de una realidad multimedia
en HQ. Hay que asumir los tiempos que vivimos.
Todo esto me chocó al principio, claro. Me deprimió (y me sigue
deprimiendo ahora, depende del día). Pero lo cierto es que todo este imaginario
de autores, obras, entresijos literarios, me interesan a mí ahora, pero en su
momento, a los trece, catorce, quince años, y a pesar de mi tendencia clara, de
mi querencia por las letras puras, tampoco entendía mucho a Baroja, ni a Pérez
Galdós, ni pillaba la esencia de Rubén Darío en Lo Fatal, y bostezaba
sin cesar en el escritorio de casa, estudiando a Juan Ramón Jiménez. Es la pura
verdad.
Y es que todo tiene su tiempo, su proceso de cocción y de descubrimiento
personal. El amor más grande de la vida, necesita de su gestación. Pero parece
que todo esto no se tiene en cuenta a la hora de programar el currículum de los
chavales de Secundaria. El sistema falla, ya se sabe. Y hace aguas (ya estamos
inundados del todo, prácticamente, y nos ahogamos). En mi opinión, los libros
de texto son un latazo supino. Yo misma me aburro preparando las clases. Es
lógico perderse entre contenidos deslavazados, dispuestos con desgana. El
mensaje subliminal de "aprender
esto porque sí, porque hay que aprenderlo, sin más"es intravenoso, y hace
un efecto arrollador y terrible. La desidia no puede combatirse con desidia, y
menos aún en los tiempos que corren.
No entraré a comentar qué me parece el Bachillerato (sobretodo el segundo curso, en el que los docentes nos
hemos convertido en profesores de autoescuela, meros preparados de un examen
único, mecánico y muy absurdo), pero en lo que respecta a las programaciones
didácticas de Lengua Castellana y Literatura de Secundaria, éstas, dejan mucho
que desear.
El fomento de la lectura, a pesar de la voluntad que le ponemos, a la
heroicidad de mis compañeros de profesión, a las actividades extraescolares
divinas para conocer fundaciones, bibliotecas, etc., sigue siendo nulo. Y las
quejas de los padres de los alumnos siguen siendo las mismas: "es que mi
hijo/a no lee nada". Pues algo estamos haciendo mal. Y cada vez hay más
distancia entre el alumnado y su mundo, y nosotros.
Los primeros que debemos estar al día somos los que nos dedicamos a esta
difícil tarea de educar, de enseñar, y aprender a mirar alrededor con ojos
adolescentes. ¿Qué leeríamos con la edad de nuestros alumnos? ¿Qué le
pediríamos a un libro para que le ganara la partida al whatsapp, al tuenti, a
los videojuegos?
La estrategia Koreander (el viejo librero creado por Michael Ende
en La Historia Interminable, que se deja "robar" el libro elegido,
por el inolvidable Bastian) surte efecto todavía, sobretodo en los más
jovencitos. Consiste en "prohibir" un libro, pero insistir sobre su
título, para grabarlo en la memoria. De seguro (y doy fe) algunos caen, y van
justo a por ese libro que yo jamás les recomendaría. Misión cumplida.
Los adolescentes son rebeldes, y ahora, son rebeldes con muchos más
medios de los que podemos imaginar, pero en esencia no se diferencian mucho de
nosotros en la época en que todo era una aventura, una sorpresa. El reto está
en practicar la empatía, a fondo, más allá de las seis horas lectivas, cada
mañana, más allá de exámenes (de la eficacia de los mismos hablaré otro día), y
métodos ridículamente obsoletos (y que seguimos practicando).
Por eso considero un error la política de las "lecturas
obligatorias", por ejmplo. Nunca
funcionan. Y si hay trauma, el alejamiento de las obras propuestas, de los
autores seleccionados, es irreversible y definitivo.
Para llegar a amar la lectura (y a los clásicos, ¿por qué no?), hay que
tener rodaje y estar preparados. Y el amor es pasión, impulso, arrebato, y no
se puede programar ni forzar.
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