Cada uno debe cargar con sus propias fobias, e intentar
superarlas.
La mía es muy antigua, y muy veraniega, y es que cada año,
los primeros días de playa al alejarme de la orilla y entrar poco a poco en el
mar, me visualizo a mí misma bajo el agua, chapoteando torpemente, ajena al
peligro. Entonces, las sombras bajo mis pies de inofensivas algas sobre el
fondo arenoso, se me antojan gigantescos escualos hambrientos, seis millones de dientes que vienen a por mí.
Y eso que estos animales me resultan fascinantes.
En esos momentos de terror irracional, tras las señales
horarias, oigo nítidamente en la megafonía,
el famoso y cargante leitmotiv
musical de John Williams, en mi honor, claro, y todas las imágenes
cinematográficas tiburoniles de mi
vida, desfilan ante mis ojos, desde el clásico Jaws (Tiburón), o los tiburones mutantes de Deep Blue Sea, hasta las
fotografías macabras de Rodney Fox después del ataque de un gran blanco en
1963, pasando por Piraña (lo sé, la película de Joe Dante, nada tiene que ver
con la de Spielberg, pero bueno, también son dientes afilados y acuáticos
almorzando niños en colchonetas hinchables).
Aunque son raros los ataques, alguno hay, y a principios del
verano pasado, la noticia de la muerte de una joven en Brasil por ataque de
tiburón, incrementó mi agobio, hasta el punto de que si una adorable mojarrita
(más le valdría ser una lubina, y bien gorda) tiene a bien rozarme un pie, el
pánico es inmediato, y los bañistas que me rodean, ante mi ridícula reacción, desconocen
el motivo por el que corro como una descosida hacia tierra firme, con el gesto
desencajado. A veces finjo un calambre, o el desafortunado encuentro con un pica-pica, con tal de justificar algún
alarido que pueda habérseme escapado. En fin, una escena bochornosa.
A medida que pasan los días de estío y chanclas, y como a la
playa hay que ir sí o sí cuando se vive por estos lares, mi temor patológico a
las aletas dorsales inesperadas se va diluyendo. Mi amor por el mar también
está por encima de todo, y me convenzo de que no hay peligro, de que todo está
en mi imaginación.
Cuando por fin llega septiembre, suelo reafirmarme con
placer: un año más sin que me coman. Las dos piernas intactas, y todos los
dedos. Una batalla ganada a lo desconocido bajo el agua, ese medio donde nos
volvemos más torpes y más lentos. Asusta
qué vendrá con la marea, o qué se esconderá en el agua más turbia los días en
que el océano se enfada.
Pero parece que ahora el calor nos ha acercado al mar antes
de tiempo, y hay muchos más días de verano. Procuraré centrarme en no temerle a
los monstruos marinos, ya que, tierra adentro, el olor del propio miedo es
mucho más peligroso, y no solo basta con nadar velozmente para esquivar las
peores pesadillas.
Los tiburones de dos patas son los que, de una dentellada
limpia, cercenan la vida, de una vez. Mueven los hilos invisibles. Y están en
la rutina, en las letales corrientes de los arrecifes de asfalto.
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