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23 de noviembre de 2016

Otra Penélope


Todos los días me siento al borde del agua. Espero llegar la marea que inunda el caño. Las gaviotas ya se han acostumbrado a mi presencia, y planean sobre mi sombra, en silencio.
No sé si me compadecen. Quizás solo me observan. Seré para ellas una criatura extraña, de raras costumbres. Nunca me han visto los ojos. Escondo bien el desvalimiento bajo las gafas oscuras.
Hilo deseos, pero me canso y los dejo ir con la corriente.
Todos los días sentada al borde de mi vida, soy otra Penélope, espero que regrese.
 
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Hay tantos matrimonios donde no hay rastro de vida.
Observo sus conversaciones huecas, sus ojos vacíos de luz, sus bocas a oscuras.
Y temo que nos habite el mismo parásito, que todo lo corrompe: la realidad en sobredosis, el tiempo demoledor, siempre..
Quizás, mejor, no seamos matrimonio, ni compromiso, ni lista de la compra, ni nómina maltrecha a fin de mes.
Solo ser manos, brazos, dos bocas que se buscan. Energía. Ganas de verse. Perder el móvil. Olvidar que solo es, aún, un día entre semana.
La ausencia de deseo es la antesala de la muerte.

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Te pongo al pecho. Te alimento. Y no puedo creer que seas tan mío, tan yo, todavía.
Por eso, no entiendo cómo es posible olvidar este poderoso olor a esperanza, a días nuevos. Cómo es posible que el mundo olvide que todas las manos fueron pequeñas, y que todas las bocas se aferraron, a la madre, al único universo conocido. ¿Desde cuándo ya no importa? ¿Cuándo ocurrió, la desmemoria?
Te alimento. Y me devuelves la mirada. Tu primera sonrisa. Y yo me aferro a mi regalo. 

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