Una buena amiga, y asidua lectora, me pide que recupere una vieja entrada, que, en su momento le agradó.
Hoy la recupero y actualizo, aprovechando el consejo de otro buen amigo que me sugiere remozar un poco el blog, mientras voy buscando el sosiego para escribir una nueva entrada.
Así procuro no abandonar el ritmo de ir publicar a diario.
Así procuro no abandonar el ritmo de ir publicar a diario.
Además podría relacionarse con mi entrada anterior, a vueltas con las manías.
Hombres en chándal (octubre de 2011, en otro blog)
Tolero muchas cosas en los hombres: el
vello en ciertos lugares donde no debería estar o que no tengan una constitución que les permita lucir una espalda "extensa como una pradera por donde puedan
pasearse los búfalos y los heliotropos", como soñaría Gioconda Belli en
su poema Receta de varón...
Incluso encuentro morbo en ciertas "bellezas extrañas" (o fealdades declaradas)
que enciende en mí extraños instintos, desatando, entre otras muchas pasiones,
la más sincera ternura.
Pero si hay algo que no soporto es el
chándal.
Entiendo que, a no ser que el ejemplar esté de
concentración con algún equipo de fútbol o se trate de un deportista de élite en
pleno entrenamiento, es innecesario el uso de esta prenda. Y menos para ir al
cine un viernes por la noche o a tomar una caña al centro.
Haberlos haylos.
A lo mejor sí que soy una maniática, y será
cosa de la edad, pero yo los prefiero elegantes.
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Ayer una noticia que leí en la sección rosa de un periódico causó un daño irreparable en mi imaginario mitológico-platónico íntimo, cuyos recursos nutren mis sueños eróticos y fantasías.
Resulta que junto a Paul Newman, Viggo Mortensen, Pierce Brosnan, y algún que otro anónimo, Brad Pitt era un puntal importantísimo.
Ya no lo es.
Me he enterado, de mala manera, que es algo "guarrete" y que se frota las partes pudendas con toallitas de bebé, para eliminar el mal olor, en lugar de regalarle a sus carnes una sensual ducha...
En fin, ya no me sirve.
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