Un ejercicio de redacción muy simple ha desatado un inusitado estrés entre mis alumnos en la hora de tutoría.
Aparentemente era sencillo. Les ofrecí la actividad como un chollo para sumar una buena nota a la materia. No exigí que se hablara de ninguna asignatura ni tema en concreto.
Un solo folio, un bolígrafo y una orden precisa: escribe sobre lo que sepas, escribe lo que quieras.
El bloqueo se materializó, después de una hora entera de quejas y bufidos, en una mayoría de hojas en blanco.
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No me gusta el Carnaval. No me gusta nada. Pero este año no me apetece polemizar, ni tengo energía, ni tiempo para perderlo, en discusiones folclóricas.
Es incómodo, sin duda, e incluso desagradable, sentirse foránea e incomprendida. Un bicho raro.
Seguiré el ejemplo de aquellos que huyen, que se escapan, a la Sierra, por ejemplo, durante los días clave, y no pían en absoluto de los motivos de su huida.
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Valle-Inclán, mi admirado visionario, al que he vuelto por exigencias del guión (programación didáctica de Segundo de Bachillerato), pero del que quizás nunca me fui del todo.
Cuántos callejones de gatos a la vuelta de la esquina, donde siguen atrapados tantos fantoches, y ni siquiera lo saben, y ni siquiera llegan a la digna categoría de esperpento.
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Confieso que tengo ciertas manías extrañas. Imagino que todos nos reconocemos en ellas, de algún modo.
Por ejemplo, a mediados de enero (el agravio llega incluso hasta primeros de febrero) no soporto ver colgados papá-noeles en las ventanas. No es que me agrade esta visión durante las fiestas, pero cuando ya no tienen ninguna razón de ser, verlos ahí, como mártires del pasado, expuestos a la intemperie, víctimas de la dejadez, mohosos... me crispa sobremanera.
Quiero pensar que los dueños de estas figuritas equilibristas made in China, no las han olvidado ahí, sin más, para ser el hazmerreír de los pájaros, y que puede, que permanezcan a propósito, custodiando la ventana de la habitación de un niño o niña, que se resiste al cambio y a asumir que es inevitable que la Navidad, esa fiesta que ha perdido su significado, donde se nos obliga a la felicidad, y a convivir, y a ser mejores personas (solo durante unos días), y a querer mucho a los demás, pasa, rápidamente, desembocando en una tarde de domingo gris, interminable, hasta que llegue la primavera.
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