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4 de febrero de 2013

Temblor

Es un alivio que aquí no se celebren bailes de fin de curso al estilo de las películas norteamericanas. Me refiero a esos bailes donde se estrena vestido, y el chico recoge a la chica, le regala un brazalete, una flor, y juntos marchan al polideportivo del instituto a bailar al amor de una bola de espejos y una orquesta.
Me gusta maravillarme que si fueran, serían así, envueltos en una atmósfera deliciosamente decadente, en los estertores de los setenta, un ambiente donde encajarían Carrie y sus perversos compañeros de clase...
Menos mal que a mis dieciséis no había lugar para echar en falta el romanticismo trasnochado de bajar ceremoniosamente la escalera con un pomposo vestido ante los ojos adolescentes y enamorados del valiente que te esperaba, trajeado, en el umbral de la puerta.
No había lugar para desear eso siquiera, pero sí sobraba sitio para albergar todas las frustraciones posibles e imaginadas, y algún trauma, en cada brote inoportuno de acné.
Aún hoy busco en el espejo a una chica sobrada de peso y falta de estima. Ya no la encuentro. Pero sé que ella me busca.

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La popularidad es directamente proporcional a la novelería de la gente. Eso dice un amigo. Tiene toda la razón.
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Por mucho que creamos que crecemos no es cierto. Solo envejecemos, caducamos, por fuera. El interior permanece, lleno de costurones, marcas y cicatrices, clavado en un tiempo incierto donde aún éramos capaces de soñar y temblar.
Ese temblor en los cimientos, de pies a las raíces del pelo, energía magnética que arroja la voluntad sobre las brasas de los besos más urgentes, que no llegan.
O llegaron, y se fueron demasiado deprisa.
Sigo temblando, con solo verle a lo lejos.


 

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