Acaba de celebrarse la IV Ruta Quiñones que Juanjo Téllez y Blanca Flores organizan en Cádiz.
Lo dicho, ya van cuatro.
He estado de forma intermitente. Este año no ha podido ser. Pero en mi particular homenaje a este acontecimiento cultural y festivo quiero recuperar este artículo publicado en Cádiz Noticias hace ahora un año.
Me he perdido los abrazos esta vez. Llegarán de alguna forma, estoy segura.
De momento, aquí va el mío, para todos.
La ruta de los abrazos
Tengo que hacerles una confesión: madrugar para ir a leer un poema en la
puerta de una iglesia no es el mejor de los planes para un sábado, y la pereza,
desde el momento en que tronó el despertador, se mantuvo haciéndome un pulso de
lo más cruel. Me desperté de mal humor, y con pocas ganas de saludar a nadie
(media hora antes y media hora después del desayuno, soy una auténtica ogra).
Pero bueno, ya me había comprometido y tenía que estar al pie del cañón
(o de la iglesia).
Llegamos muy pronto, aún hacía fresquito y nos dimos un paseo tempranero
por Cádiz, a la hora en que las calles huelen a mi infancia, y a primavera con
salitre.
Un rato antes de que todo empezara, nos acercamos a Santa María, al
punto inicial del homenaje que le rendiríamos a Quiñones, por tercer año consecutivo. Aún no había nadie, pero esperamos.
La gente fue llenando la calle en un goteo
constante. Y pronto llegó el alimento.
Apareció Blanca, nerviosa, pletórica organizadora del evento, con un
papelón de churros que olían a gloria bendita, y que completaron mi paisaje
aromático de la mañana. Por supuesto, estando allí Fernando, artista cuántico,
músico, poeta y tragón como nadie, los churros no sobraron.
Después de los churros, llegaron los macronutrientes:
abrazos, abrazos, abrazos.
Antonio, José Manuel, Fermín, Inma, Alfonso, Pepe, Mauro, Carmen, Luis,
Emilio, José Luis, María Ángeles, Rosabel, Tamara, Teresa, Ramón, Paco, Felipe, Javier, Pepa, Miguel Ángel,...
Así, entre encuentros con amigos, alegrías sinceras por vernos,
emociones compartidas, poemas por acá y por allá, canalleo en el Pay Pay, foto
de familia, como en las bodas, y un sol que iba calentando el alma mustia y
empachada de tormentas, fue subiendo mi
nivel de energía hacia límites insospechados, convirtiendo cada instante en un
recuerdo, igual que hace justo dos años.
Entonces no me tocó una iglesia, sino un mercado, la Plaza, y entonces
yo, completamente habitada, estaba a punto de ver nacer a Helena. También
fueron nutritivos cada uno de los encuentros, en el corazón mismo de una
ciudad, cuyos rincones aprendidos de memoria, con la dosis justa de buena
magia, parecen nuevos.
Por eso, a pesar de mi pereza, de mi nueva tendencia a alejarme un poco
de algunos ambientes por aquello del miedo a sufrir, a pesar de todo, no tengo
más que agradecerle a mi amiga Blanca Flores (y a Juanjo Téllez, que no pudo
estar, porque yo siempre sospeché que eso de que tiene el don de la ubicuidad
es un mito), no solo los churros, la alegría, el cariño que le pone a todo,
sino el haberme invitado de nuevo a esto tan complicado que le ha dado por
organizar (las hay muy temerarias también, no solo soy yo por estos lares).
Y es que mover una marea de gente en torno a un escritor, en torno a
Fernando Quiñones, su obra, su memoria y sus huellas, no es algo fácil, ni
mucho menos habitual. Pero en Cádiz se ha conseguido. Quiero pensar que es un
buen síntoma. Seguro que sí.
Si hago balance general del acontecimiento, de la ruta, me salto a la
torera anaizar cómo y qué ha leído tal o
cual, y obvio si hubo un desfile de nombres propios más o menos importantes.
Paso olímpicamente de las pamplinas de la Plaza de Mina. Mi balance, es simple. Mi recuerdo, de lo más
sencillo: para mí, la ruta Quiñones es
puro abrazo. Perdónenme si me pongo sentimental.
Este año, por motivos familiares que obligaban, me perdí el fin de fiesta y el ruibalerío, y el
flamenqueo, y el brindis por un éxito que ha sido, y que será.
No pude estar, como me habria gustado, en La Caleta, pero si cierro los
ojos, veo a su alcalde saludando desde
la orilla, a la altura del Balneario.
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