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12 de marzo de 2015

Por la cara

Llevo unos días cabreada por la cara.
Sí, por la cara de Renée Zellweger, la cara de Uma Thurman, y por el aspecto “al natural”, como el atún de lata, de Cindy Crawford en una publicación sin retoques de Photoshop, como abanderada del bien, sirviendo de ejemplo no sé de qué y para quién.

Mi enfado no tiene nada que ver con que no esté de acuerdo (o sí) con que las que viven de su imagen sean masoquistas y adictas al bisturí. La verdad es que me da igual, hasta el fondo, y es que esta clase de noticias provoca en mis vísceras una profundísima apatía y un terrible aburrimiento.
Sí me inquieta lo poco que a Renée le gustaba su cara. Aunque parece que ha conseguido deshacerse de ella del todo. Supongo que habrá tirado a la basura, también, todas las fotografías de su infancia, y aquellas en las que se parece al árbol del que viene. 

Y me inquieta también, aunque más me asusta, la decepción (sí, es algo personal, lo sé): la Mamba Negra, Mia Wallace o Irene Cassini, a pesar de haber superado traumas infantiles y desórdenes mentales como la dismorfobia, se sigue sometiendo al más vil de los maquillajes: la opinión pública.
Y es que el mundo se cae a pedazos, y algunos, unos cuantos, se deconstruyen el rostro, para demostrarnos a los demás que tienen poder sobre su realidad propia, y pueden cambiarla, y otros, por encima del bien y del mal, lucen, destruidos también, sin intentar disimular el deterioro del mismo temporal, la misma tormenta, que a todos nos sacude.

La frivolidad es lo que envejece definitivamente, lo que pudre el tuétano de la forma más rápida. Y hoy todo es frivolidad. A mí misma, que escribo este artículo, me invade. Y les confieso que me fascina lo que se puede hacer con una fotografía.

El ser superficiales, a veces, nos salva, porque nos mantiene a flote, mientras bajo nuestros pies, se hunde el cadáver de todo lo que conocemos. Alguna vez también estaremos ahí, bajo los pies de alguien que lucha por seguir.

Por eso me cabrea que sigamos, a estas alturas, blanqueando solo la fachada, abandonando las entrañas, los cimientos. Ya habrá tiempo de maquillajes y reconstrucciones. Y a falta de bisturí en vida, Photoshop y filtros “valencia” de Instagram, siempre  podemos, cuando nada tenga remedio, y nos hayamos descuidado del todo por dentro, ponernos en manos de un artista de la tanatopraxia, para lucir atractivos en un ataúd de tapicería a juego con los zapatos. Total, se trata de epatar en la alfombra roja, aunque sea en la del tanatorio, si es que allí nos reciben con los laureles soñados. La extrañeza. La mundanidad.

Estoy cabreada, sí, por la cara de tontos que se nos queda en medio del alud color marsala de la “información”. Antes, todo era glamour. Ahora sobrevivimos, perdidos en un museo global para barbies y sobredosis de bótox en el córtex.  La extrañeza, la mundanidad
Pero bueno, me rindo. Dejaré de fruncir el ceño, para evitar las arrugas en la frente. Todo sea por la cara.

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