Tranquilos, no voy a disertar
sobre la crisis, ¿para qué?
No soy analista financiera, ni sé
mucho (ni poco) de política (aunque todo el mundo parece ser catedrático en todo últimamente), solo me
limito a observar lo que sucede alrededor.
No voy a hablar tampoco de malos
y buenos, ni de chorizos y víctimas, ni de villanos malvados que exprimen a las
buenas gentes sencillas e inocentes que jamás se merecieron los padecimientos a
los que los someten los de arriba. No, no me voy a repetir. Para eso están las
noticias y el Facebook (con sus fotografías escatológicas y sus citas de Paulo
Coelho).
Tampoco tengo ningún interés en
adentrarme en los debates varios (lodazales más bien) sobre si la crisis es una
mentira o no (Manuel Castells en La
Vanguardia, por ejemplo, lo hace mucho mejor que yo), sobre si nos están
imponiendo un modelo de sociedad a fuerza de hacernos la puñeta, o si la
solución está en tirar a todos los políticos, a la Casa Real al completo y a
Jorge Javier Vázquez (ya puestos, alimentemos bien a nuestros gatos, que son de
Cai Cai) por los bloques del Campo del Sur.
Por supuesto, sufro y soy
consciente de los tiempos que vivimos. Me duele ver como gente muy valiosa, de
la que de verdad ha luchado y lucha, termina en la calle y sin buenas nuevas. Y
también siento miedo, claro, aunque (de momento) siga siendo afortunada por
tener un empleo que me permite ver muy de cerca a “los malos”, y sufrirlos,
claro (soy funcionaria, simplemente). Lo mejor de esta posición es que me da
cierta libertad de movimiento, y aún puedo mantener el cabreo a raya, para ver
las cosas con claridad y perspectiva.
Pero a veces, mantener la
templanza se me hace complicado. Por ejemplo, me crispa que cierren locales que
me son entrañables. Deprime muchísimo pasear por calles silenciosas, rodeados
de barajas echadas y mohosas de comercios antaño boyantes. Se me antoja un
escenario fantasma, un paisaje post-apocalíptico. Aunque el apocalipsis para
algunos casos, yo no digo que sea merecido (ni de broma se me ocurriría), se
veía venir, y la crisis no ha sido más que el último y desafortunado empujón.
Me explico y pongámonos en situación:
una noche de verano, servidora llega con un grupo de amigos a la terracita de
un restaurante, ocupamos una mesa que queda libre (de chiripa, porque hay mucha
gente), y hay cuatro camareros, dos chicos y dos chicas, dando vueltas como cometas
desorientadas alrededor de las mesas, sin dar pie con bola. Tardan diez minutos
en acercarse, después de haberle dado prioridad a otro grupo que ha llegado
después que nosotros, a otra mesa libre. Uno de los chicos se acerca con gesto
amenazante, y nos tira “amablemente” y con fuerza, la carta sobre la mesa. Se
vuelve a ir. Cuando por fin se acerca una de las chicas a tomar nota de la comanda,
de cada tres tapas, solo tienen una. ¿Crujientes de queso y puerro? No hay.
¿Montaditos de lomo? No hay.
¿Puntillitas? Tampoco. Vale, pues albóndigas en tomate, de toda la vida.
Cuando traen los vasos de tubo de
cristal (los odio profundamente) con un aguado tintorro de verano, los estampan
contra la mesa, como dejando claro que no nos pasemos pidiendo, que no tienen
el “chichi para farolillos”.
El panorama del negocio (que pide
a gritos un poquito de creatividad y ganas) no es para nada desolador. La terraza está llena, y la gente,
animadamente, pide y pide, a pesar de la dificultad de esta tarea entre un
personal entrenado para no mirar a los que se desgañitan en las mesas. Pero más
que agradecer que esto sea así, sentimos (y no solo yo, que puedo llegar a ser
bastante pejiguera) que nos perdonan la vida con cada nueva tapita o ración que
pedimos.
No es un problema solo de este
local. Ocurre mucho. Y no solo en los bares. A veces me da mucho miedo pedirle
a alguna dependienta de alguna tienda de ropa, una talla más. Temo que me
muerda al tiempo que me espeta: lo que hay ahí fuera es lo que queda, so gorda, y no pienso mover mi culo
hasta el almacen.
Vale, a lo mejor están muy mal
pagados, trabajan demasiado, etc. La vida es perra. Pero la clientela no tiene la
culpa. Y es que trabajar de cara al público es duro. Qué me van a contar,
dedicándome a la enseñanza y al arte de la diplomacia de alto nivel en las tutorías con padres y madres… en fin.
En esos momentos es cuando invoco
al gran Chicote (lo recuerdo más que a la Merkel, si les digo la verdad), y es
que debería haber muchos Chicotes en bares o tiendas de ropa (y algún que otro
negocio añadiría).
Digo yo, que si me lanzo a ir a
tomarme una cerveza, comprarme un vestido, o cualquier otra cosa, no debería
sentirme traumatizada, ni llegar al punto de dar las gracias con lágrimas en
los ojos al dependiente o camarero que me trata bien, e incluso, me sonríe (las
sonrisas son gratis, por si no lo sabían). Esto debería ser así siempre, ¿no
creen? Creo que en el gran almacén del triangulito verde practicaban antes
mucho la sonrisa profidén y el peloteo, pero no exageremos. La profesionalidad
es suficiente.
Ojalá me equivoque, pero cualquier
día, como consecuencia de la lógica aplastante, oiremos el lamento del dueño de
la terracita donde temimos por nuestra vida, y es que la crisis le obliga a
cerrar, aunque aún tengamos en el paladar el regustillo agrio de aquella noche,
el sabor vulgar de la siesez y los malos modos en la tapa de albóndigas en
tomate.
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